Empezamos el curso y lo empezamos
con la palabra de Jesús en el evangelio del primer domingo de Octubre dichas
para todos los matrimonios, traemos a colación el evangelio y unas reflexiones
sobre el mismo.
Lectura
del santo evangelio según San Marcos (10,2-16):
En aquel
tiempo, se acercaron unos fariseos y le preguntaron a Jesús, para ponerlo a
prueba: «¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?»
Él les
replicó: «¿Qué os ha mandado Moisés?»
Contestaron:
«Moisés Permitió divorciarse, dándole a la mujer un acta de repudio.»
Jesús les
dijo: «Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Al principio de
la creación Dios "los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a
su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola
carne." De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha
unido, que no lo separe el hombre.»
En casa,
los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él les dijo: «Si uno se
divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y
si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio.»
Le
acercaban niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. Al
verlo, Jesús se enfadó y les dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se
lo impidáis; de los que son como ellos es el reino de Dios. Os aseguro que el
que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él.»
Y los
abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos.
Reflexiones
sobre el Evangelio:
Jesús apela a esta realidad originaria ante
la pregunta de los fariseos, que representan a una cultura partidaria del
divorcio y, al menos en esto se parecen a nuestra sociedad. En esta ocasión el
condicionamiento cultural no puede exhibirse para atenuar la respuesta de Jesús.
Los fariseos plantean la pregunta “para ponerlo a prueba”, para ver si Jesús,
que se presenta como un nuevo Moisés y su verdadero intérprete, es capaz de
oponerse en esto a una prescripción dada por éste y que no va en la línea
habitual del rigorismo fariseo, sino, al contrario, parece jugar a favor de la
debilidad humana. Esta prescripción, por otro lado, sí que refleja, sin
proyecciones, una situación de clara desventaja e injusticia hacia la mujer,
sujeto único del repudio. Si los fariseos, abiertamente divorcistas, plantean
la pregunta, es porque también para ellos la cuestión no está tan pacíficamente
asumida y ven en ella algo que no va. Escuchar la opinión de un Rabí tan
prestigioso como Jesús, además de ocasión para pillarlo, debía ser para ellos
de alto interés.
La respuesta de Jesús, que empieza remitiéndose a
la ley mosaica, parece hacerse cargo de la dificultad entrañada en el problema,
pero remite más allá de Moisés al absoluto de Dios y a su proyecto
originario. Al hacerlo, restablece la plena igualdad del varón y de la mujer,
relación basada no en la mera ley, sino en el amor con el que Dios mismo une
hasta hacer una sola carne. Jesús restablece el ideal de un amor más fuerte que
la muerte, que, como un fuego al que no pueden apagar las grandes aguas, no se
puede comprar con todos los bienes de la propia casa. El verdadero amor tiene
vocación de eternidad, es incondicional y fiel, “no pasa nunca” (1 Cor 13, 8).
Y es que el amor, más que un mandamiento o una “norma” moral más, es la vida misma
de Dios actuando en nosotros pues se ha hecho accesible en Jesucristo. No
sabemos la reacción de los fariseos ante la respuesta de Jesús, pero algo
sabemos de la de sus propios discípulos.
La cuestión suscita polémica no sólo entre los
ajenos a Jesús, sino también entre los suyos. Jesús da una respuesta, si cabe,
más tajante y cortante, afirmando con fuerza el vínculo matrimonial y la maldad
entrañada en su ruptura. Aquí se comporta Jesús con el rigorismo del que
frecuentemente acusa a, los judíos.
El contexto del evangelio habla de la nueva
creación y, por tanto, de la restauración del hombre herido por el pecado
gracias a la acción benéfica y curativa (palabra y agua bautismal) de Jesús.
Jesús plantea un ideal que es el designio original de Dios sobre los seres
humanos y que es de nuevo posible gracias a la salvación que él ha traído a la
tierra.
Los niños y los que son como niños. El bautismo y
la Palabra restituyen la dignidad originaria con que fuimos creados (la imagen
de Dios en nosotros) y nos eleva todavía más al hacernos hijos de Dios en el
Hijo. El Reino de Dios es de los que son como niños. Renacido por el agua y la
Palabra, el cristiano debe vivir en una confianza total en Dios y en su amor
incondicional. La experiencia primigenia del niño es la de la confianza plena
en sus padres, que son percibidos por él como Providencia benéfica, de la que
depende por completo su posibilidad de vivir. Y ésta ha de ser la experiencia
del creyente en el Dios Padre de Jesucristo.
No se puede separar la cuestión del matrimonio y
del amor entre el varón y la mujer del fruto que bendice, redime y embellece
ese amor: los hijos que nacen de esa relación. El amor humano en su forma más
esencial y típica, el amor matrimonial, es un amor fecundo y, por tanto, responsable.
El verdadero amor no puede hacer caso omiso de esta dimensión fundamental.
Por eso, ante las múltiples dificultades con que se
enfrenta el proyecto de amor incondicional e indisoluble que es el matrimonio,
antes que declarar la imposibilidad del ideal y de sucumbir a los múltiples
equívocos con que nuestro tiempo (el sexo como diversión pasajera, no como
expresión de donación personal, los hijos como una pesada carga y un límite de
nuestra independencia, en vez de cómo una bendición de Dios, etc.) rodea a esta
realidad sagrada y querida por Dios, deberíamos armarnos interiormente para
poder afrontar con éxito un proyecto de vida tan importante, tan difícil y
exigente. Armarnos en la escucha de la Palabra, tomándonos en serio el bautismo
que nos ha regenerado, y acercándonos a Jesús a que nos cura y nos instruya… Y,
también, tomándonos en serio las relaciones con los demás (pues amar es tomarse
en serio a los otros). En la relación entre el varón y la mujer esto significa,
entre otras cosas, no quemar etapas antes de tiempo, respetar el periodo de
conocimiento mutuo, que tiene que ser lo suficientemente prolongado para poder
comprobar las posibilidades reales de una vida en común (de llegar a ser “una
sola carne”).
Conclusión
El amor madura cuando mira más allá de sí mismo y
se entrega a los demás. La mutua entrega de los esposos se prolonga y se redime
en la entrega a los propios hijos, ante los que el padre y la madre hacen de
providencia benéfica (y si lo que debe ser benéfico se convierte en maléfico,
¿cómo podrán madurar esos niños en su capacidad de amar en el futuro?) y les
proveen así de una base firme que les permita ser ellos mismos.
Domingo
y Tina
Se-103
No hay comentarios:
Publicar un comentario