Empieza la cuaresma.
La cuaresma representa los 40 años que estuvo el pueblo de Israel caminando
hacia la tierra prometida, con su sus momentos de Fe en ese Dios que le había
sacado de Egipto, pero también los malos momentos del becerro de oro, de
enfermedades, de sufrimientos. Pero para llegar al final a la tierra prometida.
La duración de
la cuaresma está basada en el símbolo del número cuarenta en la Biblia. En
ésta, se habla de los cuarenta días del diluvio, de los cuarenta años de la marcha
del pueblo judío por el desierto, de los cuarenta días de Moisés y de Elías en
la montaña, de los cuarenta días que pasó Jesús en el desierto antes de
comenzar su vida pública, de los 400 años que duró la estancia de los judíos en
Egipto.
En los primeros años de la Iglesia, la
duración de la cuaresma variaba. Finalmente alrededor del siglo IV se fijó su
duración en 40 días. Es decir, que ésta comenzaba seis semanas antes del
domingo de Pascua. Por tanto, un domingo llamado "domingo de cuadragésima".
En los siglos VI-VII cobró gran importancia el ayuno como práctica cuaresmal,
presentándose un inconveniente: desde los orígenes del cristianismo nunca se
ayunó en domingo por ser día de fiesta, la celebración del Día del Señor. Para
respetar el domingo y, a la vez, tener cuarenta días efectivos de ayuno durante
la cuaresma, en el siglo VII, se agregaron cuatro días más a la cuaresma, antes
del primer domingo, estableciendo los cuarenta días de ayuno, para imitar el
ayuno de Cristo en el desierto. Son exactamente cuarenta los días que van del Miércoles de Ceniza al Sábado Santo,
sin contar los domingos.
Nuestra madre
la Iglesia nos propone a través de la Palabra un camino de 40 días para irnos
al desierto con Jesús y como Jesús.
Tenemos que
entrar también en la tierra prometida y gritar como Israel: “Gritamos al señor, Dios de nuestros padres,
y el señor escuchó nuestra voz; vio nuestra miseria, nuestros trabajos nuestra
opresión……y nos trajo a este lugar y nos dio esta tierra, una tierra que mana
leche y miel” (Dt 26,7-9). Este es el regalo de nuestro Padre y nuestro
Dios tras la Cuaresma.
En el
evangelio que Mateo nos propone vemos la “cuaresma de Jesús”. Después de su
bautizo y en su humanidad se aísla, se va al desierto: “movido por el Espíritu, se retiró al desierto para ser puesto a prueba
por el diablo….” (Mt 4,1)
El relato de
las tentaciones de Jesús no es un episodio cerrado, que acontece en un momento
y en un lugar determinado. Lucas nos advierte que, al terminar estas
tentaciones, "el demonio se marchó hasta otra ocasión" (Lc 4,13), y le volvemos a ver en Judas.
Las tentaciones volverán en la vida de Jesús y en la de sus seguidores. Sus seguidores han de conocer bien
estas tentaciones desde el comienzo, pues son las mismas que ellos tendrán que
superar a lo largo de los siglos, si no quieren desviarse de él.
En la primera
tentación Jesús, el hombre, no quiere utilizar a Dios para saciar su hambre.
Hoy también nosotros tenemos la misma tentación cuando queremos acaparar a Dios
para nosotros, cuando queremos salir de la crisis sin tener en cuenta a los
otros que también sufren hambre física, o hambre de una vida mejor, y nos
olvidamos de los sufrimientos de los que no tienen casi nada.
Lucas en la
segunda tentación, nos dice que el diablo le muestra todos los reinos del mundo
y el poder y la gloria de estos reinos que son del diablo porque se lo han dado
(Dios) y se lo da a quien quiere.
Esta tentación
la vivimos todos los días. El poder, el ser más, la alabanza., También nos
desviamos de Jesús cuando tratamos de imponer nuestras creencias a la fuerza o
tratamos de imponer nuestros criterios.
En la tercera
tentación se establece un dialogo desde el alero del templo, “tirate…”Jesús no quiere hacer nada
espectacular. Caemos en la tentación cuando nuestra ostentación o
exhibición lo hacemos para “ser centro”,
montar un espectáculo personal y lo confundimos con la gloria de Dios.
Vayamos en
esta cuaresma al desierto, a nuestro desierto interior. En el desierto es donde
Jesús hombre se encuentra con Dios Padre tras aislarse, alejarse del “ruido del
mundo” y puede que en ese encuentro descubriera en profundidad su misión. La
cuaresma es un tiempo de reflexión personal, de arrepentimiento, de quitarnos
lo que nos sobra y nos aparta del camino hacia Jesús. El pecado nos aleja de
Dios, rompe nuestra relación con Él, por eso debemos luchar contra él pecado y
esto sólo se logra a través de la conversión interna de mente y corazón.
Jesús nos pide
un cambio en nuestra vida. Un cambio en nuestra conducta y comportamiento,
buscando el arrepentimiento por nuestras faltas y volviendo a Dios que es la
verdadera razón de nuestro existir.
La cuaresma es
el tiempo del perdón y de la reconciliación fraterna. Cada día, durante toda la
vida, hemos de arrojar de nuestros corazones el odio, el rencor, la envidia,
los celos que se oponen a nuestro amor a Dios y a los hermanos.
En la cuaresma,
Cristo nos invita a cambiar de vida. La Iglesia nos invita a vivir la cuaresma
como un camino hacia Jesucristo, escuchando la Palabra de Dios, orando,
compartiendo con el prójimo y haciendo obras buenas. Nos invita a vivir una
serie de actitudes cristianas que nos ayudan a parecernos más a Jesucristo.
Busquemos en
nuestro corazón los pecados de omisión, que son los más frecuentes, pidamos
perdón y ayuda al Espíritu Santo, el mismo que acompañó a Jesús en sus
tentaciones y le movió a lo largo de su
vida, para superar nuestras tentaciones.
Pero la
cuaresma no es un tiempo de tristeza, tenemos que estar alegres, es una llamada
de Dios para acercarnos más a El, es el momento de limpiar nuestra casa con
alegría quitando impurezas, de tener la
lámpara preparada porque viene el Señor. Es la preparación de la Pascua, viene
a nuestra casa alguien importante, un gran Señor. Preparemos nuestra casa con
la alegría que la preparamos cuando viene una visita que llamará a la puerta y
nos dirá: “Zaqueo, (Antonio, Luisa..), hoy tengo que hospedarme en tu casa” (Lc
19, 5).
Finalmente
escuchemos a Benedicto XVI en su mensaje de cuaresma:
Cuando dejamos
espacio al amor de Dios, nos hace semejantes a él, partícipes de su misma
caridad. Abrirnos a su amor significa dejar que él viva en nosotros y nos lleve
a amar con él, en él y como él; sólo entonces nuestra fe llega verdaderamente
«a actuar por la caridad» (Ga 5,6) y él mora en nosotros (cf. 1 Jn 4,12).
Y el «sí» de
la fe marca el comienzo de una luminosa historia de amistad con el Señor, que
llena toda nuestra existencia y le da pleno sentido. Sin embargo, Dios no se contenta
con que nosotros aceptemos su amor gratuito. No se limita a amarnos, quiere
atraernos hacia sí, transformarnos de un modo tan profundo que podamos decir
con san Pablo: ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (cf. Ga 2,20).
Domingo y Tina
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