jueves, 14 de marzo de 2013

Cuaresma II

Continuando con el camino de cuaresma nuestra madre la Iglesia nos propone una revisión del Dios en el que creemos.
En nuestra vida cristiana solemos movernos con imágenes de Dios, de un Dios que nosotros hemos creado; sea un Dios bonachón, un Dios que espera nuestra equivocación para castigarnos, un "padre" autoritario que decide arbitrariamente y no permite discusiones en la realización de su voluntad... ¿Cómo es nuestro Dios? Es importante saber cómo es el Dios en el que creemos, pero más importante es saber cómo es el Dios en el que creyó Jesús, cómo es el Dios que Él nos reveló. Como siempre, Jesús nos hablaba de Dios no sólo con palabras, sino también con lo que hacía. Haciendo, Jesús nos mostraba al Padre Dios, ¡al verdadero! En el evangelio del domingo Jesús nos cuenta una parábola, una parábola que
nos habla de Dios, pero una parábola que nace de una actitud de Jesús, y él nos dice que frente a los hermanos despreciados, podemos obrar de dos maneras diferentes, como Dios, que es también como obra Jesús, o también como los judíos religiosos, los “separados” del resto, los puros.
La primera lectura (Josué), nos presenta un elemento fundamental para la liturgia, que es la celebración de la Pascua en el desierto. El fin del maná, que es el símbolo de la peregrinación por el desierto quiere decir que Egipto y desierto han llegado a su fin, ahora se está en la tierra que nos alimenta y donde debemos ser fieles a la alianza expresada en la circuncisión, alianza que ha hecho que dejen de ser “gentiles” para pasar a ser “pueblo”. El éxodo comienza con una pascua y finaliza con otra, como la peregrinación está marcada por la aparición del maná y clausurada por su culminación.
La segunda lectura (Corintios), Pablo nos ha dicho cómo se ve él ante Dios. Ahora señala que todo esto es obra de Cristo. El efecto de la muerte de Cristo es la reconciliación. La misión del apóstol es decirnos que estamos reconciliados, ¡reconciliémonos! Y lo que nos debe mover (a todos nosotros) es el amor. Que no vivamos para nosotros, sino para el Señor. Solidarios con la muerte de Cristo, como su muerte es solidaria con nosotros, no debe preocuparnos que se desmorone el hombre exterior.. Si alguno (está) en Cristo, (es) nueva creación. Así lo primero, lo viejo, lo anterior a Cristo y según la carne, ya pasó. Los apóstoles deben ser ministros, deben comunicar esta novedad comenzada y que ya podemos conocer. Sumergiéndonos en Cristo ya viviremos para él y seremos justicia de Dios.
El evangelio de Lucas nos habla de la “misericordia”. Se ha de ser misericordioso como lo es el Padre, el oyente debe “hacer lo mismo”. Muchos “oyen” a Jesús, pero es evidente que esto no basta, es necesario “ponerlo en práctica” para ser como una casa edificada sobre roca y no sobre arena. Oír es la actitud del discípulo que elige la mejor parte, la única importante. “Oír” es el primer paso del discipulado. Los fariseos se escandalizan de las actitudes de Jesús frente a los pecadores, y murmuran. La comida de Jesús con pecadores es una expresión evidente de que no vino “a llamar a los justos sino a los pecadores”; Jesús quiere cambiar el rostro de Dios, quiere reemplazar el Dios de la pureza por el Dios de la misericordia.
El hijo menor con una serie de elementos muy críticos para cualquier judío: “país lejano”, “vida libertina, prostitutas”, “pasar necesidad”, “cuidar cerdos”, no le dan ni siquiera algarrobas, que es comida preferentemente de animales (¿las debe robar?), hasta el punto que pretende volver “a su padre” como un asalariado. Hay que prestar atención a palabras como “no merezco” y “es bueno/conviene”. Descubriendo su miseria el hijo parte “hacia su padre” (no dice a su casa), en cambio el hijo mayor es quien no entra “en la casa”. El movimiento de partida y regreso del hijo es semejante al perder-encontrar, y más aún a la muerte-resurrección. El hijo ha preparado un discurso, pero el padre no le permite terminarlo, no se le gana en generosidad e iniciativa: no sólo “corre” al encuentro del hijo al que ve de lejos, sino que le devuelve la filiación que había “perdido”: eso significan el anillo (sello), las sandalias y el mejor vestido, digno de un huésped de honor. La alegría del padre queda reflejada, además, en la fiesta por “este hijo mío”.
El hermano mayor, que viene de cumplir con sus responsabilidades de hijo no quiere ingresar a la casa y participar de la fiesta. Nuevamente el padre sale al encuentro de un hijo y debe escuchar los reproches. El mayor se niega a reconocerlo como hermano (“ese hijo tuyo”) cosa que el padre le recuerda (“tu hermano”). El padre no le niega razón a que el hijo mayor “jamás desobedeció una orden”, es un “siempre fiel”, uno que “está siempre con el padre” y todo lo suyo le pertenece, pero el padre quiere ir más allá de la dinámica de la justicia: el menor “no merece”, pero “es bueno” festejar.
El pecado es el no-amor-dado, por eso nos aleja de Dios, que es amor; nos separa de su casa paterna. Dios sigue tendiendo constantemente su mano amiga, a la espera de la vuelta de sus hijos. Nosotros, en una frecuente imagen falsa de Dios, solemos rechazar, juzgar y condenar a los que creemos pecadores. Nosotros, al igual que Jesús, también mostramos con nuestras actitudes al Dios en el que creemos; pero, a diferencia de Jesús, mostramos un Dios que en nada se asemeja al Eterno Buscador de Hijos Perdidos.
Conclusión
La misericordia supone un salir hacia los otros, los pecadores, que por serlo, no merecen, pero el amor es siempre gratuito y va más allá de los merecimientos, mira al caído. Los fariseos y escribas son modelos de grupos “siempre fieles”, pero su negativa a recibir a los hermanos que estaban muertos y vuelven a la vida los puede dejar fuera de la casa y de la fiesta. Los mayores también pueden irse de la casa si no imitan la actitud del padre, o pueden ingresar y festejar si son capaces de recibir a los pecadores y comer con ellos.
¿Qué Dios, qué Iglesia, qué ser humano revelamos con nuestra vida? Con frecuencia, como hermanos mayores estamos tan orgullosos de no haber abandonado la casa del padre. Jesús, con su vida, y hasta con sus comidas, muestra el rostro verdadero de Dios, muestra la comunidad de mesa en la que él participa; hasta comiendo Él revela al verdadero Dios. La misma cena eucarística es expresión de la universalidad del amor de Dios: es comida para el perdón de los pecados. El Dios de la misericordia, no quiere excluir a nadie de su mesa; es más, quiere invitar especialmente a todos aquellos que son excluidos de las mesas de los hombres ¿Cuándo nos sentaremos en la mesa de los pobres, y abandonaremos nuestra tradicional postura soberbia y sectaria de "buenos cristianos"? ¿Cuándo nos decidiremos a participar de la fiesta de Dios reconociéndonos hermanos de los rechazados y despreciados?
Jesús nos invita a su comida, una comida en la que mostramos, como en una parábola, cómo es el Dios, como es la fraternidad en la que creemos. Y nos mostraremos cómo somos hermanos, cómo somos hijos en la medida de participar de la alegría del padre y del reencuentro de los hermanos.
Domingo y Tina
Sevilla 103



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